Como la mayoría de las
personas que habitan esta larga y angosta faja de tierra llamada shillito, soy
una mas de los que engrosan esa larga fila de nombres ligados al consumo de
nuestro producto nacional el cual debería ser nombrado como patrimonio de la humanidad
o tesora indiscutible de nuestra cultura idónea.
Hablo nada más y nada
menos que de la sopaipilla. Esa que se prepara entre manos laboriosas llenas me
gérmenes y bacterias que se acumulan en las manos del vendedor del carrito de
la esquina, de tanto manosear dinero; ir al baño a mear y n lavarse las manos,
o simplemente porque el carrito en el que se pasa las 24 horas del dia esta tan
sucio como el delantal que la mayoría de las veces tiene la propaganda de la
tercera o superocho.
Hablo de aquellas
masas que extrañamente no se preparan con zapallo aunque su color amarillo sea
inconfundible. Y el sabor aunque no tengan los más exquisitos sazones o
ingredientes traídos de los lugares más indómitos del planeta. Igual son
capaces de competir con el mejor plato de restaurant.
Y aunque este post no
va dirigido a esas adorables delicateses callejeras, no podía evitar
integrarlas al relato ya que cumplen un papel fundamental en el desarrollo de
mi historia.
Hace no mas de 2 meses
se coloco en la esquina donde tomo la micro de vuelta a casa un nuevo carrito
de sopaipillas, con un letrerito de cartón escrito con plumón negro
“sopaipillas caseras”.
Las pupilas se me
agrandaron y el olfato automáticamente paso a modo de búsqueda y captura,
pasando de un transeúnte pasivo a alguien con pañuelo al cuello, cuchillo y
tenedor, tal cual Willy coyote.
A no menos de 5 metros
de distancia del carro se encuentra nuestro segundo actor y la principal razón
de todas mis calamidades. Aquel a quien dedico preciados minutos de mi dia en
los que pienso en diferentes maneras de evitar o al menos embaucar. algún a que
otra estratagema con la que pueda ganar preciosos minutos de distracción en los
que pueda escabullirse para lograr mi meta.
Cholo, el gran can que
me acorrala casi a diario con sus fieros ladridos mostrándome los dientes mitad
blanco mitad amarillo. Dientes de quien desconoce; de quien desconfía; de quien
cubre un perímetro que el dueño del carro no puede.
Pasé semanas en que
prefería privarme de tal “manjars” solo por el hecho de evitar tomarme con el
cholo, la gran bestia que no me dejaba
pasar ni con el mismo consentimiento y posterior reto del sopaipillero. Maldito perro.
Fue así como por el azar o por puro ingenio
criollo se me ocurrio un dia que estaba malgastando mi tiempo en resolver un
problema sin solución. El perro jamas me dejaria pasar y habiendo tanto carro
sopaipillero, pues, más fácil era cambiar de ruta y evitar el enfrentamiento
diario. Pero yo no soy así, no me agrada evitar ni muchos menos pasar por alto
un problema hasta que no me me convence de que realmente no hay solución y hace
poco menos de tres dias la solucion llego a mi.
Era un dia normal de tomar la micro y me
encuentro con Cholo era y estaba más que evidente, como la calma antes de la
tormenta o como las horas calmas antes de la batalla.
Ahí estaba mi archi enemigo mirándome a la
distancia con ojos color fuego y dientes del tamaño de unas dagas, esperando a
que me acercara y le diera una excusa para atacar. Pase por un camino
alternativo, rodeando por la derecha y luego doblando bruscamente a la
izquierda para por encima de una
jardinera con plantas y enfile hacia el carro por la parte de atrás como
esperando no ser detectado . Compre la sopaipilla y al ver que se aproximaba
por la espalda cual serpiente acechando a su presa, le meti un bolsonazo en
pleno lomo para ahuyentarlo, pero con tanta mala suerte que pasó en falso y el contenido de mi bolso
salió disparado y se desparramo por el suelo. Entre ello, mis compras del
supermercado y entre esas compras ¼ de jamón.
Y vivieron felices para siempre...